En el capítulo anterior se describía de forma
escueta pero acompañada por una secuencia de gráficos, el procedimiento de
construcción para una iglesia románica como las que se levantaron en los siglos
XI y XII por toda Europa, o dicho de otro modo entre los años 1.000 a 1.200.
Al final de la época, aquellas técnicas de
construcción, así como la práctica de los oficios y probablemente la
organización de los gremios medievales, ya se encontraban consolidadas y presumiblemente
constituían una rutina completamente asimilada por las personas que proyectaban
y construían los edificios, como los maestros de obra y sus ayudantes o
encargados más aventajados. Por otra parte es probable que algunas costumbres
de la vida monacal, como el rezo cantado de las horas canónicas durante la
noche, realizado por el conjunto de la comunidad agrupada en coro, entonando
rítmicamente sus plegarias en la iglesia
del convento, diese lugar a todo el desarrollo del “canto gregoriano”, que también
sería asimilado de forma general por otras iglesias y parroquias, dando también
lugar a la estructura organizada del cabildo, en catedrales y colegiatas.
En ese contexto de la práctica habitual y
generalizada del “canto gregoriano” dentro de los recintos de las iglesias,
parece oportuno recordar la idea de la “reverberación acústica”, como un
fenómeno físico que se puede sentir e identificar con claridad por cualquier
persona, aunque en la época actual pasa bastante desapercibido, debido sobre todo
al uso común de la megafonía.
LA REVERBERACIÓN
El fenómeno de la “reverberación”, se produce
al escuchar cualquier sonido en el interior de un recinto, y se debe a la reflexión
que la señal inicial del sonido produce sucesivamente en paredes, suelo y
techos. Debido a esas múltiples reflexiones, lo que escucha un observador, es no
solo el sonido inicial, que desde luego siempre constituye la señal más fuerte,
sino que viene acompañado por las reflexiones de la primera señal en todas las
superficies del recinto, que se van apagando paulatinamente.
Este fenómeno es el responsable de una
sensación que todos hemos oído en alguna ocasión, y que se produce en recintos
grandes como iglesias o auditorios, cuando hay un orador hablando con un
volumen que no es demasiado alto, y nos genera esa clara sensación de que se
“arrastran” las palabras del orador. El fenómeno fue estudiado de una forma
sistemática y científica, por el profesor universitario americano, Wallace
Clemente Sabine, a finales del siglo XIX. De aquellos estudios surge la famosa
ecuación conocida por cualquier especialista en acústica. Esa ecuación, básicamente
dice que el único parámetro distintivo y característico sobre la “calidad
acústica” de un recinto cerrado, es su tiempo de reverberación o “TR”, el cual
es proporcional al “Volumen” del recinto, e inversamente a la superficie
absorbente.
La superficie absorbente, que aparece en el
denominador, es aquella que se encuentra constituida por tejidos blandos como
telas o tapices, ya que solamente son ese tipo de materiales, los que tienen
capacidad para absorber una parte apreciable de la señal acústica que llega
hasta ellos. En el caso de suelos, paredes o techos rígidos, ya sean de piedra,
yeso, cerámica, madera o cristal, la reflexión del sonido es casi completa y
prácticamente no intervienen en el denominador de la ecuación, como sí lo hacen
los tapices, cortinajes, alfombras y moquetas, o la ropa de la gente que ocupa
el recinto.
Con el fin de entender mejor la trascendencia
de este parámetro y el papel que ha podido jugar en el desarrollo de la
arquitectura gótica o románica, se debe tener en cuenta también el
funcionamiento actual en combinación con la megafonía, a la que estamos
habituados en nuestra experiencia cotidiana, y por tanto su total ausencia en
aquella época. Para ello se acompaña un gráfico explicativo donde se representa
un esquema del fenómeno en dos casos diferentes (rojo y azul) para recintos
pequeños y grandes o con poca y mucha “reverberación”.
El gráfico representa en horizontal la
evolución a lo largo del tiempo, y en vertical la “intensidad” de la señal
acústica. Lógicamente al producirse el sonido inicial, este alcanza su valor
máximo de forma instantánea, y paulatinamente incorpora las sucesivas
reflexiones, que cada vez son menores, por lo que la caída de la señal es una
curva asintótica en el tiempo. El mayor o menor desplazamiento de la curva de
caída sobre la horizontal es precisamente el valor que representa TR, y
lógicamente es proporcional al volumen del recinto, pero también es importante
destacar y entender que la “sensación” del sonido que se escucha es
proporcional a la superficie encerrada por esa curva, por lo que una mayor
reverberación no solo prolonga el sonido en el tiempo, sino que sobre todo incrementa
notablemente la “cantidad” del sonido que se escucha para una misma intensidad
de la señal.
Esta última consideración es precisamente la “experiencia
cotidiana” que actualmente hemos perdido a causa de la megafonía, ya que con
ayuda de esta lo que se hace es aumentar artificialmente la intensidad de la
señal inicial, que de esa forma predomina de manera más destacada. Por otro
lado puesto que en un recinto grande, la reverberación distorsiona la inteligibilidad
especialmente de la palabra hablada, la tendencia normal es el
“acondicionamiento acústico” incorporando paneles o superficies de materiales absorbentes
que reducen la reverberación resultante, ya que por otra parte la correcta “audición”,
queda asegurada al “subir” el volumen de la megafonía, como en el caso de una
sala de cine.
En contraposición a
este mecanismo, hay que pensar que cuando no hay megafonía, tampoco se dispone de
un “control del volumen” para la audición en el recinto, y por tanto la gente de
aquella época se encontraría acostumbrada a “valorar” esta cualidad como
una mayor capacidad para escuchar
un determinado sonido dentro de ese recinto. En este sentido hay que recordar
también el funcionamiento de los púlpitos en las iglesias, que aprovechan de
una forma muy inteligente y eficaz la reverberación del recinto, y lógicamente
han perdido su propia utilidad a causa de la implantación de la “megafonía” y
no, por cualquier otra pretendida innovación, modernidad, renovación y/o actualización
de costumbres.
La “audición en
directo” de la música coral o sinfónica, naturalmente sigue manteniendo esas
características, pero su percepción y valoración se restringe a una minoría de
seguidores y aficionados incondicionales, ya que la difusión comercial, hecha a
través de “grabaciones” previas, se realiza en cámaras “anecoicas” las cuales están
configuradas para anular cualquier reverberación, ya que posteriormente son
tratadas y ajustadas con equipos electrónicos, para equilibrar la percepción
del oyente, desde un equipo de reproducción que incluye siempre un “control del
volumen”.
LA BÓVEDA DE NERVIOS
Por otra parte las técnicas de construcción
cuya práctica se desarrolla y consolida con las iglesias y monasterios del
románico, se encuentra perfectamente afianzada en el conocimiento y la
experiencia de los maestros de obra, pero mantiene una relativa limitación en
cuanto al tamaño de las iglesias, debida a la bóveda de medio cañón con la que
se cubre la nave central. La colegiata de San Isidoro en León o la Catedral
vieja de Salamanca, no llegan a los ocho metros de luz, y las Catedrales de
Zamora o Santiago de Compostela tampoco sobrepasan los nueve metros. Las
alturas libres, raramente sobrepasan los quince metros, aunque en la catedral
de Santiago se alcanzan los veinte en el crucero, altura a la que se encuentra
colgado el botafumeiro, y viene a coincidir con la de las naves principales, constituyendo
un caso excepcional. Como ya se había comentado anteriormente, la posibilidad
de incrementar esas dimensiones tiene serias dificultades, ya que un incremento
en el ancho de la bóveda, requiere mayor espesor de los sillares que la forman,
incrementando notablemente su peso y la necesidad de unos muros más gruesos. El
incremento de altura, acentúa exponencialmente el empuje horizontal del viento,
que a su vez vuelve a comprometer aún más la rigidez transversal de los muros.
La posibilidad de aumentar esos valores
conduce a una espiral diabólica, que obviamente se encuentra vinculada a la
configuración del sistema constructivo, y probablemente por esa época, tanto
los maestros constructores como los dirigentes y responsables de las
congregaciones religiosas ya son plenamente conscientes de que la “sonoridad” está totalmente vinculada con el volumen del recinto, y por tanto
cualquier sistema que permita salir de esa espiral diabólica, sería escuchado
con una gran atención.
Una alternativa a la bóveda de medio cañón,
que aparece en esta transición entre románico y gótico, es precisamente la
bóveda con nervios, que a partir de ese momento se emplean de forma casi
exclusiva, desapareciendo de forma abrupta la construcción de bóvedas de medio
cañón, o edificios basados en el estilo “románico”.
La solución constructiva para una bóveda de
nervios se ilustra en los gráficos adjuntos, y su configuración se basa en la
idea de cubrir un espacio cuadrangular entre cuatro soportes, realizando en
primer lugar dos arcos cruzados sobre las diagonales del cuadrilátero ya que la
construcción de arcos no tiene ningún secreto o dificultad en aquel momento. Posteriormente
se cierran los lados del cuadrilátero con otros cuatro arcos perimetrales, y de
esa forma se reduce considerablemente la separación entre apoyos, lo cual permite
la construcción de una bóveda mucho más ligera, mediante mampuestos de piedra
de diez a quince centímetros de espesor, que se apoyan en ese sistema de arcos ya
levantados. Esta idea aún presenta una relativa dificultad por el hecho de que
los arcos que corresponden a los lados del cuadrilátero son considerablemente
más cortos que los correspondientes a las diagonales, ya que si se trazan con
media circunferencia como es habitual, las diferencias de altura en la clave pueden
ser considerables.
Una solución para ese problema, consiste en
desdoblar la configuración del arco en dos mitades simétricas, llevando la continuidad del trazado virtual, que
asegura el despiece para el correcto asiento de las dovelas, a una simetría respecto
al plano de apoyo horizontal, ya que la construcción inicial y el replanteo se
configuran previamente en el suelo. Al haber desvinculado la necesidad de un
centro único para los arcos, el proyectista puede configurar a su voluntad y
criterio, la altura de la “clave” o flecha del arco, aproximando oportunamente
la altura en diagonales y laterales, o incluso peraltando algunos casos
mediante un tramo vertical, cuando la esbeltez del hueco se juzga excesiva.
La descripción anterior corresponde
precisamente al “arco ojival”, tan característico del gótico, que sin embargo
no tiene su origen en un ningún sentido del diseño o la estética
particularmente espiritual o vertical, sino que se deriva simplemente de una técnica
de construcción, bastante sutil y elaborada, que busca una mayor ligereza de
las bóvedas, con el fin de poder configurar edificios mucho más altos, con
recintos de un volumen sensiblemente mayor, que permitan escuchar el “canto
gregoriano” con una mejor sonoridad.
EL ARBOTANTE
Una vez solucionado el problema de peso de
las bóvedas, ya se pueden construir edificios más altos, pero aún queda
pendiente el problema de los empujes horizontales del viento. Este empuje
también se incrementa exponencialmente con la altura, y dado que las bóvedas
son más ligeras, el riesgo de desmembramiento puede ser mayor, aunque el
relleno de los riñones contribuye al monolitismo y rigidez del conjunto. Sin
embargo al aumentar la altura con este nuevo tipo de arcos, también aumentan
los empujes horizontales que ejerce ese relleno sobre los muros exteriores que
ahora además, son también más esbeltos.
Si se piensa detenidamente este nuevo aspecto
del problema, y se considera que la rigidez y ligereza de las bóvedas se han
resuelto mediante unos arcos cruzados en diagonal, seguramente se puede pensar
que también en este caso la solución puede ser un sistema de arcos, pero en
este caso exteriores al edificio, y ortogonales a la fachada.
Como estos arcos deben soportar empujes
horizontales, y no un peso vertical, debería bastar con medio arco, que
apuntalase el muro exterior a la altura de los riñones de la bóveda, y que a su
vez puede descansar por el otro extremo en un soporte exento y separado del
edificio, cuya separación contribuye a incrementar la estabilidad horizontal
del conjunto, y a su vez permite “aligerar” notablemente la masa y el peso del
muro, permitiendo grandes huecos, que luego
se cierran con las conocidas vidrieras.
LAS CIFRAS
Recordando las cifras mencionadas en un
párrafo anterior sobre algunos edificios singulares del románico, se puede
decir que las catedrales góticas de Burgos o León, tienen un ancho o luz en su
nave central, entre once y doce metros, y una altura libre en torno a los
treinta. La Catedral de Notre-Dame de París que se inicia aún dentro del siglo
XII, alrededor de 1.180 es una de las mayores construcciones del gótico y
dispone de una altura en su nave central de treinta y tres metros.
Si consideramos que las dimensiones de un
recinto gótico superan entre vez y media y dos veces el ancho y alto del
románico y pueden tener a veces una longitud de más del doble, esto supone que
la proporción del volumen resultante sería al menos de 1,5 x 2 x 2 = 6, es
decir que el volumen del recinto se multiplica al menos por un factor seis
veces mayor, con el correspondiente aumento del TR y de la “sonoridad” en esos
recintos.
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