LAS REFERENCIAS
En aquella época, la
construcción de los edificios del monasterio, también estaba incluida dentro de
la regla benedictina de “ora et labora”, con el conocido significado de reza y
trabaja, lo cual supone que eran los propios monjes quienes construían los
edificios con su esfuerzo, y naturalmente los que decidían el diseño y la configuración
del mismo y en última instancia los responsables de esos rasgos de identidad que
caracterizan el estilo románico.
Si pensamos con cierto
detenimiento en el proceso que pudo
llevar a construir aquellos edificios, probablemente una de las primeras
consideraciones que cabe hacer es sobre el trabajo en grupo, ya que seguramente
se produce una distribución de tareas con una relativa especialización en
función de las distintas habilidades, apoyada también en la propia organización
interna del grupo, y además debía darse una puesta en común, o comunicación de
los problemas que van surgiendo día a día, con participación de opiniones
diversas sobre las soluciones más adecuadas.
Además de esa
comunicación cotidiana dentro del propio grupo que está trabajando, también hay
que considerar la relación entre diferentes monasterios de una misma
congregación, ya que con toda probabilidad los monjes se desplazarían con
relativa frecuencia entre distintos monasterios, comunicando experiencias y/o
soluciones adoptadas en otros lugares, lo cual parece una buena razón para la
uniformidad del estilo en ubicaciones geográficas relativamente distantes.
Otra consideración
sobre la distribución especializada de tareas, es la relación con la
organización de gremios medievales, ya que probablemente cuando dentro del
monasterio se abordaba una construcción de cierto tamaño, es probable que
surgiera una demanda de trabajo sobre la gente común de localidades próximas, y
la organización de un trabajo distribuido por tareas que se coordinan con
eficacia desde una dirección común, pone en valor el trabajo especializado y la
propia organización de los gremios medievales.
Otra referencia digna
de consideración, es la relativa al tamaño de los edificios cuya construcción
se aborda, ya que prácticamente en toda la alta edad media (siglos VI a X), el
tamaño de los edificios que se construyen es relativamente limitado,
seguramente porque tanto los recursos empleados como las iniciativas que los
promueven, tienen un ámbito bastante restringido a las personas directamente
involucradas y/o a su entorno próximo, ya que la compleja y poderosa estructura
del poder político y militar del imperio romano se había desvanecido
completamente.
Parece oportuno
pensar que es precisamente esa estructura de organización en grupo, que es implícita
en las congregaciones religiosas y monasterios, la que contribuye por un lado a
abordar los trabajos de construcción mediante una distribución especializada de
tareas que se coordinan bajo la jerarquía de una dirección común, pero también el
hecho de abordar la dimensión global de la obra, desde el punto de vista del
interés general del conjunto, y por tanto mucho más allá del alcance que puede
preocupar a un individuo, o las circunstancias concretas de su propio poder individual.
EL MONASTERIO
Probablemente dentro la vida de cualquier monasterio, la construcción de los edificios no era un proceso unitario, que implica concebir y planificar desde el principio, la dimensión completa del monasterio, sino que se iba configurando y ampliando paulatinamente a lo largo del tiempo mediante la construcción sucesiva de distintos elementos y/o la ampliación de los existentes, convirtiendo los trabajos y tareas de la construcción en un proceso de carácter casi permanente.
No obstante lo que sí
parece evidente dentro del proceso habitual, es que las distintas partes o
elementos funcionales que configuraban el conjunto, sí que respondían a ese
proceso unitario, que representa concebir, planificar, o en una palabra
“proyectar” desde el origen, la configuración, el tamaño y las dimensiones completas de cada
elemento, cuya construcción se aborda en una época o momento concreto de forma
unitaria.
Dentro de los
elementos funcionales que configuran cualquier monasterio se pueden identificar
como más característicos: el Claustro, la Iglesia, la Sala Capitular, o el
Refectorio, pero además de estos, también había otras muchas edificaciones auxiliares
que alojaban cuadras, almacenes, despensas, cocinas, bibliotecas y celdas o
habitaciones, o bien dormitorios generales compartidos.
El Claustro y la
Iglesia son tan conocidos y característicos que no necesitan demasiada
aclaración. La Sala Capitular, es un espacio con una fuerte carga simbólica y representativa,
donde la jerarquía o bien el conjunto de la congregación, se reúne
periódicamente para realizar “El Capítulo”, que consiste en una asamblea en la que
se hace un balance público de todo lo realizado por la congregación en el
último periodo, y se establecen los nuevos objetivos, intenciones y/o
compromisos para el siguiente capítulo. También se adoptaban y decidían las
cuestiones básicas sobre disciplina interna dentro de la congregación.
El Refectorio es una
gran sala o espacio, donde los monjes y frailes se reúnen para comer,
habitualmente con la regla o compromiso del “silencio general”, y también con
la presencia de algún orador, que va leyendo pasajes de las sagradas escrituras.
Este funcionamiento permite evocar y contribuye también a una explicación
coherente de las consideraciones que ya se han hecho sobre el tiempo de
reverberación de un recinto (TR) en ausencia de megafonía.
A la hora de
construir los nuevos edificios, la Iglesia constituye un elemento bastante
singular y significativo para una congregación religiosa, ya que además de
servir a esta, también puede albergar los ritos religiosos para cualquier
población exterior. No obstante dentro del funcionamiento cotidiano, hay que
considerar a su vez los rezos de las “horas canónicas” que como ya se había
comentado, se realizaban en el caso de horas nocturnas, por toda la
congregación reunida dentro de la iglesia y cantados en coro. “Maitines” a la
media noche, “Laudes” un par de horas antes del amanecer, “Vísperas” alrededor
de la media tarde, y “Completas” sobre las nueve de la noche.
Eso supone que al
proyectar o concebir el recinto de la Iglesia además de tener en cuenta la
propia función de la misma con un carácter abierto a cualquier población
exterior al monasterio, sea considerado un espacio funcionalmente adecuado para
realizar también con la mejor sonoridad posible, los cantos en coro que
corresponden a los rezos diarios.
Lógicamente aunque no
tuviesen conocimientos rigurosos sobre la acústica de recintos, el fenómeno ya
comentado del tiempo de reverberación (TR), directamente relacionado con el
tamaño y volumen absoluto del recinto donde se entona la melodía, tenía que ser
percibido y sentido de una forma tan directa y evidente, que al abordar el
proyecto de cualquier iglesia, el reto de poder construir un recinto aún mayor
o más grande y por tanto con más “sonoridad” o persistencia acústica, debía
constituir una de las principales motivaciones para aquellas gentes.
LA BASILICA Y LA IGLESIA
LA BASILICA Y LA IGLESIA
La construcción de las
primeras iglesias del románico, se basa en el modelo de la “basílica romana” que
funcionalmente es un edificio representativo y singular que tenía utilizaciones
muy diversas siempre basadas en un cierto carácter social con una gran
afluencia de gente. Se utilizaba tanto como mercado, como lugar de reuniones y
debates políticos, o bien para celebrar juicios que presidia un magistrado
acompañado por el tribunal que se situaba en la exedra.
El edificio estaba
configurado por un espacio continuo de planta rectangular, con una exedra o
lugar prominente en uno de los extremos longitudinales, en la que se situaba el
tribunal configurando una especie de cabecera. Normalmente el acceso se situaba
en el extremo contrario y el espacio interior se configuraba con tres bandas
longitudinales, separadas por alineaciones de columnas que permitían un espacio
interior continuo y unitario. Sobre las alineaciones de las columnas, se
elevaban unos muros longitudinales que superando la altura de los espacios laterales, permitían la
apertura de huecos de iluminación en la parte superior. La cubrición del
espacio normalmente se hacía con una estructura de madera que solía mostrar un
artesonado decorativo.
Al trasponer este
modelo a las primeras iglesias románicas, la exedra se transforma en un ábside
semicircular donde se aloja el altar, y se acompaña con otros dos más pequeños
rematando las bandas laterales, a modo de capillas auxiliares. El espacio
central adquiere un mayor desarrollo en detrimento de los laterales,
incrementando considerablemente la diferencia de ancho y alto, que probablemente busca aumentar el “volumen” del recinto en función de una
mayor sonoridad.
Otro de los cambios
singulares es la cubrición del espacio con una bóveda de cañón o semicircular y
continua a lo largo del espacio principal, que se realiza con sillería de
piedra, igual que el resto de los muros del edificio. También se cubren con
otras bóvedas menores y de tipos diversos los espacios laterales. La razón de
este cambio puede que tenga mucho que ver con una previsión de solidez y
duración a largo plazo, ya que la cubierta de madera se deteriora y envejece
mucho antes que un muro de piedra, pero probablemente también se considere
importante la continuidad de todas las superficies que configuran del recinto
principal, buscando conseguir la mejor sonoridad o reverberación.
Otra modificación
importante respecto a la tipología de basílica, es el “transepto” que
inicialmente no parece tener demasiado protagonismo, pero con la evolución se
convierte en una característica básica. Este consiste en la configuración de un
espacio transversal, situado perpendicularmente al eje longitudinal en las
inmediaciones de la cabecera.
Este transepto se
configura como un espacio de proporciones similares a las de la nave principal,
cruzando e interrumpiendo las laterales y dando lugar a la conocida configuración
de planta de cruz latina en cuanto tiene un desarrollo mayor que el ancho de
las otras tres naves. La ejecución del transepto con la altura y proporciones
de la nave principal, da lugar a un relativo conflicto de diseño, ya que si se
cubren ambas con una bóveda de medio cañón, el cruce de las superficies
cilíndricas da lugar a la geometría de una “bóveda por arista”, por lo que en
algunos casos se interrumpen ambas para generar una sobreelevación mediante un
tambor, trompas o pechinas que dan lugar al crucero, o bien en otros casos como
la iglesia de San Isidoro de León, simplemente se hace algo más baja la
transversal cruzando el nivel de su clave superior, a la altura del arranque de
la principal, con lo que prevalece la geometría longitudinal.
La razón para
incorporar este transepto sobre el modelo de basílica, es difícil de
determinar, ya que en aquella época no se escribía junto al proyecto, una
memoria donde el autor argumentara o explicase las razones del diseño, y bien
puede tratarse de razones sobre el significado o de tipo semántico, como la
referencia de tipo religioso a la cruz que representa el sacrificio de
Jesucristo, pero yo aún a riesgo de parecer un poco obsesivo respecto a mi
propia idea, más bien me inclino por un tipo de razones más pragmáticas, como
el hecho de que la nueva configuración, permite incrementar apreciablemente el
“volumen” del recinto, justo en las inmediaciones del altar o el corazón de la
iglesia, lo cual evidentemente tiene que redundar en una mayor “sonoridad” o
reverberación, seguramente muy apreciada por aquellos monjes, cuando escuchaban
el canto del coro sin megafonía.
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